lunes, 30 de marzo de 2020

El paraíso perdido. Un viaje en el tiempo y el espacio.



"El futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente".
Jorge Luis Borges.

Como una guerra relámpago perdida, un pequeño ser, invisible a nuestra vista, conquistó el globo. Apareció, avanzó más rápido de lo que podíamos, superó frontera tras frontera y se convirtió en un implacable carcelero, condenándonos a una extensa prisión domiciliaria. En menos de una semana, tal vez diez días, todos tuvimos que centrarnos en nosotros mismos, cerrarnos para, no sabemos bien cuando, volver a salir a recuperar nuestro mundo exterior.

Vamos pasando las mañanas, las tardes y las noches en un circulo sin final, comiendo, durmiendo, viendo pasar las horas, contando los caídos y las bajas. Mientras esperamos que las noticias traigan la luz al final del túnel, todos buscamos como pasar el tiempo. El viejo Chronos afila su hoz, mientras algunos leen o miran películas, hacen vídeos llamadas, limpian, ordenan, y hasta se suman a las actividades físicas on line que ofrecen profesores y gimnasios. Una guerra mundial que se gana no haciendo nada, o eso dicen los noticieros.

Esa batalla contra el tedio, gran aliado del petit conquérant, me llevó a ordenar muchas cosas y, por derivación, a sacar del ostracismo a una bolsa con panfletos, mapas y guías de mi viaje a Nueva Zelanda, realizado casi tres años atrás y que dormía el sueño de los justos, esperando el día que llegase, separara los recuerdos de la basura, y le buscara un buen lugar de reposo. Y así, por obra de mi mente, mirando los ticket casi blanqueados, los mapas arrugados, escritos, y viendo los panfletos con sus marcas de mal doblaje, logré salir de mi calabozo en un viaje que me remontó 10 mil kilómetros en el espacio y dos años, 11 meses y 30 días en el tiempo. 

Los desafíos de Auckland.


Viajar a un lugar o a un momento a través de la memoria no es sencillo. Todo va perdiendo su forma en nuestra mente, que desfigura, magnifica, reduce o elimina rostros, lugares y circunstancias; todo se vuelve difuso. Y no es diferente en el ejercicio de mi memoria sobre aquella travesía, caracterizada por un viaje en soledad, en la que por primera vez me animé a cruzar la frontera sin compañía y con solo un lejano y vago recuerdo del idioma inglés, aprendido muchos años atrás y no hablado desde aquellos días, en un destino que aún sigue teniendo por monarca a Isabel II. Y si escaso inglés puede dificultar la comunicación, la pronunciación y el acento neozelandés puede ser una pesadilla. 

Mi primer desafío, sin saber que capacidad tenía de manejarme con el lenguaje local, siendo de madrugada mi arribo, fue comprar un chip de telefonía local, tomar el bus que va del aeropuerto al centro de la ciudad, bajarme en la parada correcta, caminar hasta el ferry que me cruzaba a Davenport y encontrarme ahí con un rostro ameno que estaría a mi espera (¡Saludos querido Xavier, por vos, por María y por los pequeños!). 

Todo salió según el plan. Incluso me topé, en el transporte al centro, con una pareja de argentinos cuyos rostros y nombres se dieron a la fuga; llegaban de Tailandia (como muchos viajeros que me cruzaría después) y hablaban menos inglés que yo. ¡¿Quién puede ir a Tailandia, con lo caótica que es, con su idioma incomprensible, con su alfabeto ilegible?!, pensé en esos días sin saber que, dos años después, sería yo quién andaría recorriendo las calles de Bangkok. También pude contemplar la imponente Sky Tower, grande, alta, moderna, con la iluminación artificial que la dotaba de un halo especial, y que convirtió las desiertas calles de la nocturna madrugada en una imagen futurista. Un símbolo de Auckland, que irrumpe su skyline y lo determina.   


Mi segundo desafío, recuerdo, fue el trasporte automotor. Siendo un país ordenado y prolijo, el tráfico en si no suponía demasiado inconveniente. Acostumbrado a los conductores que "tiran" el auto, a los bocinazos, a las maniobras imprevistas y a los excesos de velocidad, cuando no al escaso respeto a las señales como el semáforo en rojo o la banquina, navegar por las urbes kiwis no implicaría una gran aventura. Excepto por el hecho que ellos tienen el volante "del otro lado", es decir, a la derecha, y, además, nunca había manejado un vehículo con caja de cambios automática.

El auto alquilado, su forma, sus colores, su panel de conducción, todo, no es más que una vaga idea en mi mente; una masa amorfa que no puedo delinear. No recuerdo marca ni modelo, no puedo decir si era rojo, morado o granate; no tengo fotos como para dibujarlo nuevamente en mis recuerdos, darle una definición y un contorno, y aunque en la bolsa somnolienta encontré los papeles del alquiler, no pude recavar información útil alguna.

Aunque parezca mentira, la mayor dificultad para conducir no vino por el lado de su volante "cambiado", con el orden inverso de toda la orientación del tránsito, sino por la caja de cambios que, al vedarme del tercer pedal, provocaba que, inconscientemente, pisara el acelerador y el freno a la vez, plantando el auto de lleno. 

Mi primer recorrido fue del centro de Auckland, en horario pico de salida y con una fuerte lluvia que dificultaba la conducción, al barrio de Davenport, que se encuentra frente al centro principal de la ciudad pero separado por un río. Para arribar al punto de llegada era necesario tomar una autopista principal, que es la de salida de la ciudad, empalmar con otra autopista que sube directo al puente y cruza a Davenport, dejándote en la parte de atrás del barrio, y luego combinar una serie de calles y caminos para acceder a la zona de la costa, que es donde se hallaba la casa de quién me hospedó esa noche. Manejando simultáneamente con torpeza y precaución logré recorrer y cruzar la autopista principal, primero, empalmar a la otra, después, y subir al puente. Finalmente, al continuar por la serie de calles y caminos, con la noche y las lluvias dominando el cielo y la tierra, con el auto que por mi error inconsciente se detenía sin aviso, el GPS me sacó de paseo, cuál taxista trasportando un forastero. Si me preguntaran como llegué a destino, desde el agnosticismo que me caracteriza, tendría que contestar «Porque dios es grande».  

Una visita a la Comarca.


No voy a dedicar lineas a describir los lugares que visité o las cosas que hice en Auckland. Los parques, museos y actividades de interés están al conocimiento de cualquiera que tenga disposición de sentarse y abrir google.

Si voy a contar que en los meses previos al viaje, abocado a la planificación, dediqué bastante tiempo a coordinar la ida a Hobbiton, el set de filmación de la Comarca de los hobbits en El Señor de los Anillos y El Hobbit. El día que tenía por plan hacer ese tour coincidía con un partido de Gimnasia por la Copa Sudamericana, como visitante de Ponte Pretta. Si bien no iba a suspender mis actividades del viaje por el partido, de poder coordinar todo para verlo por internet, intentaría verlo.

Hobbiton se encuentra en una granja periférica del pueblo Matamata, en el medio de la Isla Norte, a unas dos o tres horas auto de Auckland. No es de visita libre, se va en grupos y por lo tanto, si se sale desde los colectivos del centro del pueblo, hay un tour que, si la memoria no me juega una mala pasada, sale cada media hora (¿o una hora?).


El quid radicaba en que el último tour era, y sigue siendo, a las 15 horas, que tenía dos horas estimadas de viaje desde Auckland sin tener la plena seguridad en la demora, ya que nunca había manejado en las rutas neozelandesas, y que el partido que acá se jugaba a las 9 o 10 de la noche (sepa el lector comprender la imprecisión), allá se jugaba a las 10 de la mañana del día siguiente. Si salía de Auckland post partido, alrededor de las 12 del mediodía, significaba que llegaría a Matamata alrededor de las 14 horas, suponiendo que no tuviera percances y que los cálculos fueran correctos, lo que me dejaba poco margen de maniobra. Por eso opté por un plan B: saldría bien de madrugada de Auckland para llegar antes de las 10 a Matamata, buscaría una cafetería con wifi (cualquiera) y con el teléfono recorrería la net hasta encontrar donde ver el partido. Incluso, antes de tomar el avión desde Ezeiza, me había bajado y configurado la aplicación de la señal televisiva que transmitía el partido. Terminado el juego, siendo el mediodía, tomaría el tour para visitar la casa de Frodo y de Sam y luego, al final de la jornada, viajaría a la ciudad de Rotorúa.

Pero nunca las cosas salen según lo planeado. A veces, esa diferencia entre lo propuesto y el resultado final, que puede llenarnos de anécdotas y de historias para recordar, nos deja enseñanzas. A mi me dejo un poco de todo, pero la enseñanza es que no hay que usar el GPS y la aplicación de Google Maps a la vez; pueden discrepar en el camino a seguir en plena conducción y uno tiene que decidir en poco tiempo a quién hacerle caso. Y créanme; manejar por primera vez en una ruta de un país extranjero, con el volante al otro lado, con el reloj apremiando a no equivocar el recorrido, llevan a un único resultado lógico: equivocar el recorrido. 

La salida de Davenport, primero, y Auckland, después, no tuvo mayores inconvenientes. La ruta, atravesando unos paisajes dignos de la campiña francesa, en un día soleado, en un país con un tráfico muy ordenado y caminos en muy buen estado, fue amena y casi hasta que estuve muy cerca de Matamata, circulé sin mayores inconvenientes. Pero en el último tramo de la vía, el Google Maps me ordenó seguir derecho cuando el GPS me indicó doblar (¿o fue el GPS el que me dijo que siga derecho y Google Maps que doble?). Sin posibilidad de detenerme a estudiar el mapa y los caminos que se me ofrecían, seguí la indicación del recientemente actualizado GPS (¿o del siempre actualizado Google Maps?) y doblé. Grave error.


Me metí en caminos de campo, que ahí estaban bien pavimentados, pero que formaban un laberinto, y que ni el GPS ni el Google Maps lograban dar con la salida. Me hacían girar y girar, y doblar a un lado y al otro, mientras me desorientaba más y más, mientras el reloj avanzaba mas y mas. Y si antes faltaban 20 minutos para llegar y poco más de media hora para el partido, ya las estimaciones de los geolocalizadores y la hora del partido empezaban a empardarse, al paso que yo circulaba sin rumbo ni dirección.       

Desde un patrullero que, por fortuna, andaba por la zona, me vieron desorientado, o eso me digo yo, y me hicieron frenar. Rodeado de verdes campos y grises caminos que no llevaban a ningún lado, uno de los dos oficiales que allí había se acercó y me preguntó, en inglés, que pasaba. Desde mi silla, entre las cuatro paredes que me rodean, me veo a mi mismo (imaginando más que recordando) desde el lugar del oficial, sentado en el auto, en un remoto camino fuera de todo circuito, tanto con el gps como con el teléfono con google maps, diciendo que me encontraba perdido, y no puedo calcular las dimensiones de la gracia que le habrá causado al hombre, aunque en la cortesía que los caracteriza no haya exteriorizado más que amabilidad. Después de una charla amena, de preguntarme de donde era y como lo estaba pasando allí, me dio las indicaciones para llegar a Matamata. El tiempo estaba bajo la línea de flotación; llegar, buscar donde estacionar, un café, pedir la contraseña del wifi, cargar todo para, recién ahí, poder ver me supondría, según calculaba, perderme buena parte del primer tiempo. Sin embargo, llegué justo, una cafetería se mostró enseguida y en un pueblo tan pequeño conseguir donde estacionar no fue problema.

Algo que no sabía en ese momento y que supe recién unos días después, en un hostel de New Plymouth, es que para acceder al wifi, una vez que te habilitan el acceso, tenes que abrir el navegador y aceptar los términos y condiciones en que te dejan usar internet. Acostumbrado a que alcance con escribir la contraseña, tras pedir un White Coffee, intenté, sin éxito, hacer funcionar internet. Yo leí que tenían wifi y hubiera podido preguntar, como lo hice en New Plymouth unos días después, pero por alguna inexplicable razón, la traba idiomática me bloqueó para eso. Así que tomé rápido el café, pagué la cuenta y salí urgido a la búsqueda de conectividad.


Caminé por las pocas cuadras que formaban la zona comercial; el partido ya estaba en juego. Tenía ubicado desde donde sale el tour a la Comarca, pero no encontraba un lugar propicio para acceder a internet. La mayoría eran negocios comerciales de venta de ropa u otros artículos que no me servían para mis fines. Después de un par de vueltas, cuando ya estaba convencido de que no tendría éxito y me aprestaba a ir directo a la excursión, un local de Vodafone emergió ante mi vista, solitario, oscuro, con sus puertas cerradas, pero con wifi abierto cuya señal podía accederse desde la calle.

Rápido me senté sobre el borde del cantero que encuadraba al árbol de la calle, y ya conectado a la red, abrí la aplicación, busqué el partido, apreté donde indicaba «conectar» (¿o «ver»?), la barrita circular de carga dio vueltas y vueltas y ahí, sin más, ante mi vista, en todo su esplendor y con el imperio de su fortaleza, un cartel me informaba que no podía ver el partido en el país donde estaba.

Tomé el colectivo, me olvidé del fútbol y disfrute de la casa de Frodo, de las callejuelas de Hobbiton, de todo el decorado de la maravillosa saga de películas, con las explicaciones del guía, con las fotos de ritual, con las microlluvias características de Nueva Zelanda, y con una rica y fresca cerveza en la taberna Dragón. Mucho después tomaría conocimiento del resultado del partido, mientras en la tranquilidad del atardecer, las rutas me llevaban a Rotorúa, la ciudad de azufre.

Del camino de Frodo a las metas incumplidas.

Lo que me gustó de New Zealand, escaso en arquitectura medieval, en imágenes del renacimiento o en ruinas de civilizaciones antiguas, es que más que recorrer, es un lugar para hacer.     

Atrapante en paisajes, con sus ciudades y pueblos pulcros y ordenados, mi mejores recuerdos vienen del rafting en las oscuras cuevas de gusanos luminosos en Waitomo, de la caminata de 20 km por los senderos de Sauron, del kayac ante la maravilla de los fiordos en la isla sur, cuando no, también, del coraje necesario para el Bungee Jumping.


Como quedó claro en estas líneas, que escribo entre mates y atardeces vacuos, no todo sale siempre según el plan. Por eso cuando embarqué en el ferry rumbo a la isla sur, y veía la costa de la isla norte alejarse, volverse pequeña y perderse en el horizonte, en mi mente se cruzaban las actividades que quedaron truncas, como el ascenso del Taranaki o encontrar algunas otras locaciones de El Señor de los Anillos en los alrededores de Wellington, la capital, mientras se me sugería la idea de que aquellas cosas podían ser una razón para, algún día, volver.

Y en este punto le ordeno a mi mente volver en el tiempo y el espacio a la argentina de hoy. El silencio y la tranquilidad que se adueñó del mundo exterior, erigido ahora como un paraíso perdido, me permite escuchar el canto de los pájaros en toda su plenitud. Delante de mi, todos los papeles del viaje se extienden sobre la mesa del comedor, rodeando la notebook desde la que escribo estas líneas. Es cuestión de tiempo para volver al fútbol 5 y a la natación, a la cancha, a los asados y las bondiolas, a las rutas y, tal vez, también a los aviones. De momento, los viajes solo son atributos de la infinita imaginación o de la limitada y pobre memoria. Ahora, me voy a arreglar el mate.      

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